Salimos con toda nuestra felicidad de Kruger, y pusimos rumbo a Zimbabwe. La cosa es que se nos echó la noche encima y tuvimos que parar para pasar la noche en Musina, el último pueblo de Sudáfrica antes de entrar en Zimbabwe.
Musina (o Messina) no es un lugar agradable, es una ciudad fronteriza, y como la mayoría de las ciudades fronterizas, es sede de trapicheos, mafias, pelotazos y detenciones; un lugar en el que los sueños se cumplen y las vidas se truncan. Así que no podíamos plantar nuestra tienda de campaña en cualquier lado y echarnos a dormir, teníamos que encontrar un hostal.
Nos quedamos en el primer sitio que no nos diese mala espina o no pareciese impagable, y resultó ser un buen lugar; limpio, tranquilo, cómodo, con cocina, y aunque no tuviese Internet, tenía televisión por cable y pudimos ver el Atlético de Madrid – Real Madrid. Tras días de madrugones, descansamos como reyes.
Despertarnos, remolonear, desayunar, duchita, preparar la mochila y ponernos en marcha; 10 kilómetros en coche y ya estábamos en la frontera. Las fronteras fuera de la Unión Europea son una pesadilla casi siempre, y esta no fue la excepción, era un lugar lleno de gente: personas que querían pasar de Sudáfrica a Zimbabwe, personas que querían pasar de Zimbabwe a Sudáfrica, policías, funcionarios, timadores, contrabandistas y ladrones.
Salimos del coche para presentar los papeles del coche y nuestros pasaportes en la aduana, y desde el primer momento notamos que nuestro flamante Ford Ranger levantaba pasiones entre los allí presentes. Entramos en el edificio aduanero, y la funcionaria nos dijo que los papeles del coche estaban incompletos, que no podíamos salir de Sudáfrica con el coche sin el consentimiento del dueño del coche, que no es la compañía de alquiler como pensábamos, sino BMW Finance (cuando cogimos el coche en Johannesburgo, el cuentakilómetros contaba tan solo 27 kilómetros, lo cual significa que el coche estaba a estrenar, y suponemos que aun pertenece a la empresa financiera).
No sabíamos qué teníamos que hacer exactamente, la funcionara nos decía que llamásemos a la empresa y consiguiésemos el permiso, pero la verdad es que no teníamos manera de llamar a ningún lado, porque no teníamos tarjeta SIM local, y… no sabíamos ni por dónde nos daba el aire.
Así pues, le preguntamos a un policía qué hacía falta para salir del país, y nos mandó a una caseta en la que ponía DEPARTURE. Le explicamos a la señora de la caseta cual era nuestra situación, pero a ella no le interesaba nada de lo que yo le explicase, sólo quería sellarme el pasaporte y mandarme a paseo, así que al final, aunque dentro de mi tuviese la certeza de que no estaba haciendo lo correcto, dejé que nos sellase el pasaporte a Carlos y a mi.
Volvimos al edificio aduanero, y volvimos a conversar con la misma funcionaria de antes. Esta vez la mujer se encendió, y me dijo que estaba haciéndole perder su preciado tiempo, me aseguró que no volvería a atenderme hasta que tuviese todos los papeles preparados; obviamente, yo seguía sin tener ni idea de cual era el documento que me permitiría seguir con mi viaje.
Salí fuera y me encontré con un señor blanco, de su cuello colgaba una tarjeta en la que pude leer su nombre y su cargo: era un funcionario del Ministerio de Interior sudafricano, se llamaba Riian. Le expliqué cual era mi situación, y me prestó su móvil para que llamase a la empresa de alquiler.
Genial, resulta que sí tenemos permiso para entrar en Zimbabwe, pero no por esta frontera; sólo se nos permite entrar a Zimbabwe desde el norte, cruzando la frontera desde Botswana, para ver las Cataratas Victoria. Total, que fuimos en vano hasta allí.
A esto, hay que sumarle que tenemos un límite de 200 km por día, lo cual da un total de 6.000 kilómetros al mes, y que hemos hecho un montón de kilómetros “para nada”.
La única solución es volver a entrar en Sudáfrica y dirigirnos hacia Botswana, así que nos toca hacer una hora de cola bajo el sol africano para que nos vuelvan a estampar el pasaporte; todo porque la funcionaria no escuchó mi explicación, y porque yo no seguí mi instinto, dejando que ella “hiciese su trabajo”.
Tras conseguir la dichosa estampa que certificaba que Carlos y yo volvíamos a estar legalmente en territorio sudafricano, volvimos al coche, donde Christian nos esperaba, nervioso, porque unos tipos con mala pinta habían estado merodeando alrededor del coche, mirando los bajos, e intentando hablar con él. Nos metimos en el flamante todoterreno y escapamos de aquel infierno en dirección a la frontera con Botswana.
100 kilómetros después, nos encontrábamos en Pont Drift, un punto fronterizo poco transcurrido entre Sudáfrica y Botswana. La energía del lugar era muy distinta, éramos los únicos allí, y los policías y los funcionarios eran gente extraordinaria. Mientras nos sellaban la salida de Sudáfrica, conocimos a Leon, un alemán de 18 años que viajaba haciendo dedo, y le recogimos. Pasamos el control de entrada en Botswana, otra vez en ambiente distendido, y también recogimos a un negrito que volvía a su ciudad natal.
Cuando viajo me encuentro muchas veces en apuros, y me encantaría poder confiar en la gente que me rodea. En países como Europa o Australia se puede confiar en la gente de a pie, pero en Asia o Marruecos no puedes fiarte de nadie, todos van a intentar sacar provecho de ti, sólo quieren tu dinero. Así pues, esta vez, Carlos, Christian y yo teníamos la oportunidad de ayudar a alguien en apuros, y llevamos al negrito de nombre impronunciable cuatro horas en el coche, y siete horas a Leon (también le ayudamos a encontrar un hostal), además, les dimos comida y agua. Supongo que fue como cuando los padres intentan dar a sus hijos lo que ellos han echado en falta durante su infancia, yo he echado en falta mil y una veces que alguien me echase un cable cuando estaba en apuros mientras viajaba: estar lejos de la familia y los amigos, en un lugar desconocido, y poder confiar en alguien, que alguien viese más allá de mi color de piel (soy blanco) y el supuesto tamaño de mi cartera (en muchos países piensan que los blancos somos ricos).
Un día intenso, esto es viajar.